Añoranza de los dioses cavernícolas

woman standing inside cave

Tengo la suerte de poder irme a la parte delantera de mi casa, sentarme y dejar que la vista se pierda en el infinito. Más aún, que ésta vuele sobre un mar de encinas. Y pensar.
Quizá el propósito del nuevo año no debería ser profundizar en algún idioma, retomar esa relación que se torció o ponerse a régimen de una vez. Para muchos de nosotros debería ser pensar. A mí, desde luego, me resultaría más fácil cumplirlo. Y más placentero, por supuesto.

Los ciudadanos, al menos, agradeceríamos que algunos de nuestros políticos recogieran el guante y se lo impusieran como propósito inexcusable. Pensar antes de hablar. Pensar antes de hacer. Pensar antes de ser consciente de que, por no haber pensado te has vuelto a equivocar.

Decía Fernando Savater que uno de los objetivos fundamentales de la escuela es “enseñar a pensar; pero más aún pensar sobre lo que has pensado”. Trasciende así el famoso “enseñar a pensar”; incluso desarrolla el concepto de pensamiento crítico y lo lleva hasta el sutil y complicado mundo de pensar sobre uno mismo. Brillante como siempre. No le quito la razón. No se la puedo quitar. En todo caso, que ejercicio de autoconocimiento más extremadamente autoexigente e introspectivo.

Entiéndame bien el lector; no me ha iluminado ningún dios hindú para que este inicio de año 22 haya yo decidido abogar por la reflexión como camino de liberación personal. No.

Sin embargo, sí creo que es necesario reivindicar el ejercicio de la humanidad plena en aquella actividad que es la que nos hace más humanos y que es la que nos diferencia de casi cualquier otro ser vivo: nuestra capacidad de pensar y proyectar nuestro pensamiento simple en pensamiento más complejo, en acciones, o manifestarlo a través del habla.

Hemos pasado dos años críticos de pandemia y una de las cuestiones que los expertos están destacando son los efectos que sobre la salud mental de las personas está teniendo la COVID-19. Saber gestionar la pérdida de seres queridos; los momentos de soledad del confinamiento; la frustración de sentirte desplazado por un ERTE en tu empresa; el desamparo de los enfermos y sus familiares en los hospitales; la excitación truncada de los adolescentes; el robo de la niñez de nuestros más pequeños; y tantas otras afecciones más, que se corresponden con los diferentes dramones o pequeños dramas personales de esa vida que ha seguido siendo, que no paró por la dichosa pandemia. Referirlo nos llevaría hasta el “infinito” que suponemos corresponde con cada una de las personas que conforman la humanidad y sus propias circunstancias. Es por ello, por lo que cobra sentido este artículo. Probablemente, ahora más que nunca, debamos reivindicar el papel de esa escuela que mire más a la persona. Que incida más en nuestros valores esenciales y que profundice en el conocimiento de nuestras emociones.

En este mundo tecnologizado, en el que el vértigo de la acción siempre se superpone a la calma precisa de la reflexión y, por tanto, pondera la ejecución inmediata; la escuela debe ser consciente de que, ahora más que nunca, debe profundizar en el placer de enseñar y aprender sobre lo nuestro. Y despacito. No hay prisa. Hay muchos años por delante en los que lo fundamental es conseguir que nuestros infantes se conviertan en adultos responsables, conocedores de sí mismos, con capacidad de pensar, y además hacerlo críticamente. Mucho mejor si, como nos sugiere Savater, logramos que nuestro alumnado sea capaz de “pensar sobre lo pensado”. Este nivel de introspección no solo reforzará el sentido más humano de nosotros mismos, sino que coadyuvará a conocernos y reconocernos mejor – casi tan importante como lo primero-, y así evitar problemas de salud mental en el futuro. Creo que tenemos derecho.

Para que no le quede duda a nadie, no planteo el desarrollo de una escuela en la que eduquemos a nuestros niños en procesos de pensamiento dedicados a la contemplación hedonista y pseudo-hippie. Es por ello que reclamo volver a los dioses de la caverna. Acaso esa caverna de Platón, que tanto sirvió, o debía servir, para introducirnos en el conocimiento humano. Más aún, en el conocimiento de nosotros mismos. De las circunstancias que nos rodean y de cómo hemos de bregar con ellas. El conocimiento es lo que tiene. Requiere esfuerzo. Pero es muy gratificante.

Les deseo a todos un feliz 2022 y que definitivamente sea el año en el que podamos volver a ser lo que éramos.

Jaime García Crespo, CEO de Ecuación y Sistemas

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