
Una de las virtualidades que nos ofrece la moviola de la Historia es situar a los personajes en un tiempo diferente al suyo. Por supuesto que no se puede juzgar una época con las leyes o costumbres de otra, pero ya hemos dicho que se trata de una ficción o adaptación con el fin de percibir el cambio de mentalidades.
Pensemos que Shakespeare fue en realidad ese varón calvo, con media melena, perilla y un pendiente en la oreja izquierda, al estilo de su compatriota, el corsario Drake. Si se paseara por una de nuestras calles o pasara a un instituto, no llamaría la atención.
William nació en Stratford upon Avon (Warwickshire) y fue bautizado el 26 de abril de 1564. Era el tercero de los ocho hijos de John Shakespeare, comerciante de lana, a la sazón concejal, y de Mary Arden, cuya familia había sufrido persecuciones religiosas por su confesión católica en una tierra donde, la facción aborigen de la Europa reformada, el anglicanismo, cotizaba al alza. Empezó a estudiar en la escuela de la localidad aunque tuvo que dejar demasiado pronto las clases para cooperar a la subsistencia del hogar. De ahí, el cruel comentario de su amigo y rival Benjamin Jonson, quien afirmaba que «sabía poco latín y menos griego». Disciplinas que lamentablemente se arrinconan en la enseñanza en el siglo XXI.
A William le gustaban tanto las tablas que, de haber estado matriculado hoy, sin duda se habría sumado a un grupo escolar de teatro. La vinculación de Shakespeare con la literatura comenzó con su traslado en 1590 a Londres. Adquirió rápidamente popularidad por su dedicación en la compañía Chaberlain’s Men, más tarde conocida como King’s Men, la cual era propietaria de dos teatros, The Globe y Blackfriars. Antes de consagrarse como autor, destacó como actor y, en 1593, cosechó uno de sus primeros éxitos con la publicación de su poema Venus y Adonis, al que seguirían ‘La violación de Lucrecia’ (1594) y los ‘Sonetos’ (1609), de temática amorosa.
Como autor teatral, compuso comedias, tragedias y dramas con especial referencia a la Antigüedad y a la Historia anglosajona. En estos libretos desarrolló un minucioso recorrido por las pulsiones humanas y, simultáneamente, su dominio de la versificación hizo posible que los personajes fueran distinguidos sencillamente por el modo de hablar.
En las grandes tragedias y en las llamadas «comedias oscuras», editadas a partir de 1600, el Bardo ejercitó el retrato psicológico de los personajes, que induce al espectador a identificarse con ellos. Lo vemos en Hamlet, en el dilema moral entre la venganza o el perdón, en los celos de Otelo y en la tentación del poder en Macbeth.
El cambio de registro operado desde 1608 introduciría sus composiciones en el género de la tragicomedia, a menudo con el colofón dichoso en el que se atisba la reconciliación, así sucede en Pericles. En 1623, siete años después de que feneciera, se reunieron sus escritos en el First Folio, la mitad de las 36 obras que lo integran eran póstumas.
«No temáis a la grandeza; algunos nacen grandes, algunos logran grandeza, a algunos la grandeza les es impuesta y a otros la grandeza les queda grande». No sabemos si era el afán de sobresalir el estímulo que despertaba al dramaturgo inglés como leemos en su comedia Noche de Reyes o La duodécima noche. Sin embargo, sobre la originalidad de sus proezas se ha hablado largo y tendido en los últimos dos siglos pues, donde unos ven al genio de la literatura universal, otros intuyen la personalidad del farsante. Y pocos se han fijado en el alumno.
Doctoras Laura Lara y María Lara, Profesoras de la UDIMA, Escritoras Premio Algaba y Académicas de la Academia de la Televisión.