La fugaz invasión de las impresoras 3D

Las impresoras 3D en la educación han sido uno de los equipos de hardware más peculiares en la historia. Hubo unos años, alrededor de 2015 y siguientes, en los que parecía que no podría haber ningún centro sin impresora 3D. Muchos veían en ellas casi una especie de figura mágica que los estudiantes debían conocer y controlar porque el futuro del mundo pasaba inexcusablemente por ellas.

Las impresoras 3D iban a cambiar la economía. Habría una en cada casa. Permitirían casi que pudiéramos prescindir del comercio local: ¿para qué comprar cualquier objeto, si podríamos imprimirlo en la comodidad de nuestro hogar? Y además, personalizado según nuestros gustos, intereses o necesidades. La utopía del domicilio autárquico.

Sin embargo, esta visión que muchos defendieron no parece que finalmente vaya a ser llevada a la práctica. Cualquiera que visite un modesto bazar oriental en cualquier barrio de España puede comprobar que tenemos a nuestro alcance con un precio razonable cualquier tipo de producto, en casi cualquier formato, tamaño y decoración.

Pequeñas fábricas

Y es que no resulta muy lógico instalar una pequeña fábrica para cada familia cuando podemos suplirnos de cualquier objeto fácilmente en las tiendas cercanas. Y, si buscamos algo especial, lo tenemos a golpe de click y mensajero, que nos lo acercará a casa más rápidamente que si lo fuéramos nosotros mismos a buscar.

Las impresoras 3D en realidad no son una gran innovación, en el sentido de que máquinas similares existen desde hace tiempo. Todos los profesionales de la madera pueden tallar su material con precisos diseños computerizados, igual que los del metal o incluso la piedra. La novedad estaba en que ahora era con un plástico barato y con máquinas que podrían ser compradas por cualquier consumidor.

Los entusiastas de las impresoras 3D hablaban (y hablan) de su gran utilidad por ejemplo para fabricar pequeñas piezas que nos puedan hacer falta para arreglar algún aparato. Pero hoy en día los aparatos ya ni se arreglan: la tendencia es a sustituirlos por otros nuevos.

También se hablaba (y se habla) de funcionalidades casi “mágicas”, como imprimir piezas ortopédicas para operaciones de cirugía, impresoras de alimentos personalizados, o de tejidos orgánicos para implantar en enfermos, entre otras. Algunas de estas funciones sí se están implementando, y quizá otras lo harán en el futuro, pero desde luego en entornos muy especializados, y no en nuestros hogares.

¿Y en educación?

Las visiones optimistas de las impresoras 3D en sus años dorados se impusieron durante un tiempo, y era habitual escuchar o leer como hemos indicado al principio que todos los centros educativos debían contar con impresoras 3D. El principal argumento, repetimos, era que los estudiantes debían ser capaces de manejarlas, dentro del paradigma de “aprender sobre tecnología”.

Al cabo de un tiempo, estamos más bien en otra situación, en la que las impresoras 3D sí pueden ser un recurso útil de manera puntual para poder tener una pieza a la que podamos dar un valor pedagógico, pero desde luego no se trata en ningún caso de algo imprescindible ni mucho menos.

Algunos casos de uso que pueden darse son, por ejemplo:

  • En química, imprimir estructuras para poder comprenderlas mejor.
  • En diseño, imprimir piezas creadas por ordenador para tener una objetivación de las mismas y comprobar mejor la calidad del diseño.

Y poco más. Como en ocasiones anteriores, estamos más que abiertos a que nuestros amables seguidores puedan indicarnos otros casos de uso interesantes en las aulas.

Una impresora 3D es un elemento de hardware que puede tener alguna utilidad en un centro educativo, y siempre es bueno contar con la mayor cantidad de opciones y posibilidades disponible, pero a criterio de este opinador, en ningún caso estamos ante un elemento prioritario.

Julián Alberto Martín

La tecnología, ¿mejora la educación?

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