
Se dice que la generación del baby boom, aquellos nacidos entre finales de los años 50 y principio de los 70 fue una generación privilegiada y, probablemente la mejor alimentada, educada y atendida. Era fácil la comparación: Sus padres habían vivido una posguerra, con todo lo que ello supone de limitaciones.
Seguramente, el mensaje sobre aquella escasez caló de una generación a otra, hasta el punto de que los hijos de aquellos baby boom se mostraron resueltos a la hora de hacer que la vida de sus vástagos fuera la mejor posible. Aquí aparecen los millennials, una generación a la que, por lo general, apenas les faltó de nada y ni la educación les fue esquiva: nunca antes se llenaron las universidades como hasta ese momento.
Como también algunas frustraciones, desde la compleja creencia de que una mejor y mayor educación supondría automáticamente unos mayores ingresos económicos y, por tanto, una vida mejor. No contaron con la competencia, la de toda una generación, al mismo tiempo, más y mejor preparada.
Los últimos en llegar son la llamada generación Z, también recalificada como generación de cristal, la mayoría de cuyos miembros se muestra convencido de que las generaciones anteriores lo tuvieron más fácil para progresar socialmente, como apuntó un controvertido estudio promovido por la Fundación SM del que dimos cuenta en ÉXITO EDUCATIVO.
Preguntamos a Mariano Urraco Solanilla, profesor de la Universidad UDIMA y uno de los sociólogos más reputados del país en materia de juventud, su especialidad primera, quien nos ilumina sobre qué podemos y debemos esperar de unos Z llamados a liderar el país en el corto y medio plazo.
Doctor, ¿Qué riesgo hay que de que la llamada generación de cristal incurra en un victimismo que le impida avanzar, y que, al mismo tiempo, no deja de ser un espacio cómodo, pues le libera de la responsabilidad de actuar para solventar los problemas a los que se enfrenta?
De entrada, hay que andarse con mucho cuidado a la hora de hablar de “generaciones”, que es una de esas nociones que, para los sociólogos, llevan un cartel de “manejar con precaución”. No puede, simplemente, “meterse en el mismo saco” a todas las personas que comparten una misma edad biológica, sin atender a sus diferencias (de todo tipo, pero, principalmente, económicas), que son las que marcan la diferencia a la hora de afrontar lo que tengan que afrontar.
Dicho esto, si queremos mantener la ficción de que hay tantas generaciones como los medios dicen (no dejan de surgir generaciones, a poco que mires la televisión), podemos decir que los más jóvenes se caracterizarían por una relación ambigua con respecto a la frustración, por cuanto está muy arraigada la queja sobre “lo mal que está todo” y, al mismo tiempo, se resisten a asumir la frustración que supondría pensar que todos los esfuerzos no han servido de nada.
Así, viven en una especie de limbo entre ese victimismo y la ilusión de que algún día, casi mágicamente, las cosas se arreglarán y podrán ubicarse donde creen que deben estar. Por supuesto, como bien dices, esa mirada les libra de tener que actuar sobre las condiciones de su existencia, al remitir a un “las cosas son así” que les libera de responsabilidad, tanto individual como colectiva, sobre dichas situaciones en las que se desarrollan sus vidas.
¿No tiene, como experto, la sensación de que todas las generaciones inmediatamente anteriores pasaron por trances similares a los que denuncia y preocupa a la generación Z, y que sería bueno que ésta hiciera un ejercicio de humildad y de reconocimiento de que no son los únicos?
Por supuesto, es parte de la dinámica histórica que las generaciones más mayores miren con cierto desprecio a los más jóvenes (también se da en sentido inverso, pero en nuestra sociedad el poder está muy jerarquizado en función de la edad, de tal manera que son los mayores los que ponen etiquetas a los jóvenes, más que al revés).
Obviamente, todas las generaciones, a la hora de hacer su transición a la vida adulta, han tenido que encontrarse con problemas similares (el acceso al trabajo, las condiciones de empleo, el acceso a la vivienda y las posibilidades de emancipación total…).
Sí que es cierto que no todas estas transiciones se han llevado a cabo en los mismos momentos históricos (ha habido “mejores tiempos para ser jóvenes” que otros), pero eso no implica que haya diferencias radicales entre estos jóvenes actuales y lo que pudieron vivir sus padres, por ejemplo.
Es un rasgo muy juvenil ese egocentrismo, pero, efectivamente, todos los mayores han sido jóvenes y se han enfrentado a retos similares, con las diferencias antes planteadas (no es lo mismo “el problema de la vivienda” para el hijo del dueño de la fábrica que para el hijo del peón de esa misma fábrica, por mucho que tengan la misma edad).
¿O acaso la generación Z sí está sometida a circunstancias y presiones que la distinguen de las anteriores y todas sus reivindicaciones y preocupaciones tienen una razón de ser específica?
La situación actual es muy complicada para todas aquellas personas que intentan incorporarse a lo que entendemos como “vida adulta” (vivienda, trabajo, formación de familia propia, etc.). Lo viven los jóvenes y lo viven otros colectivos (inmigrantes sin cualificación, parados de larga duración, amas de casa en procesos de reconfiguración familiar…).
Tienen razón los jóvenes actuales en denunciar esta situación, históricamente situada (el indicador de los meses de salario que deberían dedicar a adquirir una vivienda les sitúa en una posición mucho más complicada que la vivieron otras generaciones previas).
A partir de aquí ya depende de cada persona adoptar una posición más o menos “comprensiva” con respecto a la problemática juvenil de nuestros días, pensando, sobre todo, en que no deja de ser una problemática que afecta al conjunto de la sociedad (no van a ser jóvenes eternamente y su precariedad es una especie de “anuncio de precariedades sociales futuras”).
Como experto en juventud ¿no aprecia que los jóvenes podrían ser, a pesar de todo, dueños de su propias decisiones y ruta en la vida? Es decir ¿hasta qué punto son responsables de sí mismos?
Los juvenólogos venimos comentando que, efectivamente, los jóvenes han ganado cierto margen de “agencia” a la hora de decidir la ruta que van a seguir en su transición a la vida adulta. Se manejan, en ese sentido, varias metáforas. Así, se dice que antiguamente el joven se subía en un vagón de tren o en otro, en función de sus credenciales educativas, y eso le llevaba ya hasta la estación final de la jubilación, en un viaje sin posibilidad de cambio de ruta ni sorpresas.
Por el contrario, ahora los jóvenes no tendrían ese tren al que subirse y tienen que hacer el trayecto en coche, lo que les permite diseñar sus propias rutas… pero también hace que sea más fácil perderse (o acabar en un atasco). También hay quien dice que la vida de los jóvenes contemporáneos es como un laberinto, en el que ellos son los protagonistas de su destino… pero también hay que entender que ese laberinto no lo han creado ellos, que tampoco son los que han diseñado las salidas, de tal manera que, sí, puede decirse que tienen más margen de maniobra para actuar, pero sobre un escenario que les viene dado.
En un sondeo recientemente presentado por Fundación SM, esta generación se presenta como aquella realmente preocupada por valores como la inclusión, la discriminación por razón de sexos, religión, raza, etcétera, o la diversidad de manera global ¿Son realmente los primeros ‘cruzados’ en este ámbito?
A nivel discursivo, sí que parecen serlo, pero hay que entender que se trata de una encuesta de opiniones, más que de una de actitudes (no sabemos si esas afirmaciones se concretan en la práctica en actos que resultasen coherentes o incoherentes con lo que dicen).
En cualquier caso, tampoco creo que haya de sorprendernos este resultado, por cuanto son los más jóvenes quienes están más expuestos a todo el discurso pro-inclusión o pro-diversidad, que permea el ámbito educativo en la idea de configurar nuevos modelos de ciudadanía que tengan en cuenta estos valores. Así, los datos del citado estudio solo constatan el éxito de esa socialización en valores (a través de la escuela o de otros agentes), sin que podamos ver si se mantendrán en el tiempo o si soportarán el contraste con la realidad empírica de las acciones.