Afortunadamente fui educado en uno de esos colegios inspirados por la Institución Libre de Enseñanza (ILE). Afortunadamente fui educado en el respeto a unos valores en los que la libertad de pensamiento y expresión eran algo, no solo consustancial a la condición Humana, sino un derecho insoslayable e irrenunciable de cualquier ciudadano.
Fui educado en el rechazo al dogmatismo; en el desprecio al proselitismo, sea cual sea su tendencia ideológica; en la defensa de la libertad de expresión y pensamiento, incluso mucho más enfáticamente, cuando éstos sean contrarios a los de uno mismo, siempre y cuando, por supuesto, éstos no supongan vulnerar ningún derecho fundamental; educado en la aceptación de la crítica constructiva y en la necesidad de discrepar y debatir ideas. Se me ocurren otras muchas formas de señalar la importancia de los valores en los que fui educado y como éstos son, ahora, una parte esencial e indisoluble de mi personalidad. Y me siento orgulloso por ello.
Es curioso, porque todos esos valores que me inspiraron, esa esencia de la que provenían, la Institución Libre de Enseñanza y los postulados enunciados por D. Francisco Giner de los Ríos y todos sus colaboradores, son los que se enarbolan, precisamente, para justificar lo contrario. No, la ILE no era un foco de ideologización; no era un faro de determinismo político, era mucho más que eso, y lo era desde una infinita generosidad, soportada, básicamente, en la aceptación de la identidad de cada uno de sus miembros. Era, en definitiva, un “receptáculo de respeto ideológico”. Era un espacio de recogida de ideas, de discusión, de poner en valor la posición del otro y construir sobre las conclusiones: tesis, antítesis y síntesis. ¡Vaya!, se me ha escapado Marx de la cabeza.
Es increíble asistir como, en la actualidad, ya sea la discusión política o lo sea de ámbito educativo, precisamente quienes se llenan la boca y alzan la voz aludiendo a la importancia del progreso generado en muy diversos campos por movimientos inspirados en los principios de la ILE, se olvidan, precisamente, de la esencia de esos principios. Justamente, de los que defendían y garantizaban el derecho a su forma de pensar. Qué triste quedarse en la forma y no en el fondo. Olvidarse de que lo importante era el espacio de pensamiento creado, no el pensamiento surgido. Olvidarse de que el progreso se generaba por la alimentación de ideas, no imponiendo el progreso sobre el rechazo de otras ideas, de esas de las que no te gustan. Se olvidan, quien sabe si conscientemente, de que ese es uno de los principios ineludibles: el respeto a la discrepancia.
Siendo grave todo lo anterior, aún lo es más el hecho de que, viniendo de donde se viene ideológicamente, y clamando como se clama por algunos símbolos, como la ILE, éstos se “torsionen” y distorsionen al punto de que se defienda, amparándose en el marco de estos, justamente lo contrario de lo que esos principios defienden. Y lo que es peor, además, cargados de la “verdad más absoluta” que les otorga la esa irrefutable “autoridad moral” que se han conferido a sí mismos.
He ahí, querido lector, donde reside la importancia de llamarse Ernesto, y apellidarse, por poner un ejemplo, Guevara.
Si uno tiene la suerte de conjugar, adecuada e ideológicamente, de forma correcta el nombre y apellido, ya no se tiene que temer que nadie rebata sus argumentos, por que estos son indiscutibles. No se puede disentir.
Qué fortuna tuve de asistir a uno de esos colegios inspirados por la ILE que educaba a sus alumnos en desarrollar un pensamiento crítico real.
Es nuestra responsabilidad luchar y hacer que nuestras generaciones futuras fundamenten su ciudadanía con esta perspectiva.
Si Ernesto nos pemite, claro.
#PactoporlaeducacionYA!
Jaime García Crespo, CEO de Educación y Sistemas