Ninis y salud mental: cómo la precariedad laboral afecta a una generación que busca su futuro

Los ninis, aquellos jóvenes que no trabajan ni estudian, son más que un concepto o un fenómeno social aislado. En su día vinieron para quedarse. Las sucesivas crisis económicas han consolidado a alrededor de un diez por ciento de una población juvenil que no hace, se diría, prácticamente nada, y eso esconde potenciales problemas de salud mental que, atención, los expertos no solo atribuyen a la pandemia: la cosa viene de atrás en el tiempo.

Esta idea se recoge en el artículo ‘La sensación de precariedad afecta a la salud mental de los jóvenes’, firmado por Lara Maestripieri, Matilde Cittadini, Adriana Offredi y Roger Soler i Martí, de la IGOP/Universitat Autònoma de Barcelona; Míriam Acebillo-Baqué, de INGENIO (CSIC-Universitat Politècnica de València); Karen van Hedel, de la Utrecht University; y Alba Lanau, de la Universitat Pompeu Fabra y publicado en el Observatorio Social de Fundación laCaixa.

Siendo la salud mental de los jóvenes uno de los asuntos que más ocupa y preocupa a la comunidad educativa, y son crecientes los estudios que se hacen para explicar el estado de la cuestión, los autores de este artículo, que trabajaron la cuestión sobre el terreno, entienden que una de las posibles explicaciones estaría en la concentración de la precariedad laboral entre los jóvenes, lo que puede frenar sus expectativas de emancipación y de alcanzar sus objetivos vitales.

El estudio que da pie a su hipótesis y que refleja el artículo publicado, que referenciamos por su relevancia en ÉXITO EDUCATIVO, se basa en una encuesta y un grupo focal llevados a cabo en el 2023 en todo el territorio español y centrados en jóvenes de 20 a 34 años.

Una premisa de partida de los investigadores es que la edad, el género y el origen inmigrante conforman las experiencias de precariedad laboral entre los jóvenes. Mientras que una parte considerable de los menores de 30 años son estudiantes a tiempo completo (28,6%) o parcial (19,2%), en el grupo de 30 a 34 años la situación más frecuente es la de dedicarse solo a trabajar (58,3%).

Entre los jóvenes de origen inmigrante son más frecuentes los contratos eventuales o esporádicos (12,3% en el caso de migrantes hombres menores de 30 años) o el pluriempleo (18,8% en el caso de migrantes mujeres menores de 30 años) que entre los autóctonos o los mayores de 30 años.

El empleo no estándar involuntario se da entre todos los grupos, pero se concentra sobre todo entre la población autóctona menor de 30 años (con mayor frecuencia en las mujeres). Teniendo en cuenta todo esto, resaltan los autores del estudio, «hay un porcentaje relevante de jóvenes sin trabajo, educación ni formación (ninis)”. En efecto, en su encuesta supone el 8,3%, si bien entre hombres y mujeres de origen inmigrante, la proporción es aún más elevada, del 15% y el 12%, respectivamente.

En su muestra, el 31% de los encuestados presentan un riesgo potencial de depresión o ansiedad, según la escala OMS5 establecida por la Organización Mundial de la Salud. En este punto, indican que la sensación de precariedad es “el factor más significativo a la hora de explicar los problemas de salud mental de los jóvenes”. En cambio, matizan, “el tipo de contrato laboral no muestra una relación significativa con la salud mental”. Y no deja de llamar la atención el dato de que “solo entre los que practican el pluriempleo se observa una ligera reducción del riesgo a estar expuestos a una mala salud mental”.

En este marco, exponen los investigadores, “las mujeres están más expuestas a una mala salud mental que los hombres y las personas no binarias. Por otra parte, la edad, el hecho de haber emigrado o vivir en una zona rural “no son factores significativos” para explicar la mala salud mental. También se ha encontrado que los problemas en la salud física o una discapacidad afectan a la salud mental de una persona.

Para la elaboración del estudio, se preguntó a los encuestados qué significaba para ellos la precariedad y sus respuestas, admiten los autores de este trabajo, “nos sorprendieron: los significados que asocian a la precariedad engloban más cosas que simplemente tener malas condiciones laborales o contratos temporales”. Así, solo el 28,1% de nuestra muestra define la precariedad como tener un trabajo con ingresos insuficientes o malas condiciones laborales, y tan solo el 1,6% la define como falta de oportunidades laborales.

En gran medida los encuestados perciben la precariedad en términos económicos, y la definen como la incapacidad de permitirse una vivienda independiente (9,7%), de satisfacer las necesidades básicas (23,8%) o de vivir una vida digna (4,5%). Otros la describen como vivir por debajo del mínimo (5,3%) o sentir inseguridad tanto en el trabajo como en la vida en general (8,8%), se lee en el artículo.

De esta muestra, prosigue el artículo, el 63,6% de los adultos jóvenes ha vivido como mínimo una dimensión de inseguridad económica en los últimos dos años, y ha tenido que hacer ajustes o pedir ayuda para cubrir sus necesidades. En este punto, los investigadores comentan que la inseguridad económica a nivel individual “es un fenómeno que se distribuye de forma desigual entre grupos sociales”. Por ejemplo, los hombres de origen migrante tienen más probabilidades que los autóctonos de haber recibido ayuda de alguna ONG (10%), de haberse visto obligados a cambiar de alojamiento por motivos económicos (alrededor del 15%) y de recibir ayuda de familiares o amigos (33%).

Las mujeres migrantes, se recalca en el artículo, también son vulnerables a la inseguridad económica, como se muestra mediante la reducción del consumo de bienes básicos (16%), del consumo de energía (27%) o retrasando la visita al dentista (28%).

“En general todos los grupos tienden a reducir su nivel de vida por motivos económicos, pero esta tendencia es más acusada en las mujeres migrantes y las personas no binarias. Además, los menores de 30 años, los migrantes y las personas no binarias tienen menos posibilidades de realizar un pago inesperado de 700 euros sin ayuda”, apuntan.

La imposibilidad de estudiar lo deseado

Entre los colectivos más vulnerables, la inseguridad económica ha implicado volver a vivir con los padres o no poder empezar los estudios que querían. En la muestra se indica que el 40,6% de los jóvenes entrevistados declararon sufrir problemas de salud, esto es, sentirse ansiosos o angustiados, tener dificultades para dormir o sufrir un problema de salud física, debido a dificultades económicas, siendo, de nuevo, los migrantes y las personas no binarias las más expuestas a este riesgo.

Ahora bien, aquellos jóvenes que aún viven con su familia o en pareja están “menos expuestos” a fenómenos como no llegar a fin de mes, retrasos en las facturas o no poder pagar, como hogar, gastos inesperados. En este contexto, los costes de la vivienda suponen una “carga pesada” para cerca de 4 de cada 10 adultos jóvenes de la muestra, independientemente de la composición de su hogar.

Con carácter general, los encuestados que sienten estar en una situación de precariedad extrema “se han visto más afectados por el actual contexto macroeconómico desfavorable que los que se consideran menos precarios”. Para los primeros, se detalla en el estudio, “la inflación (64,1%) y los costes energéticos (65,3%) han representado un importante factor determinante que ha puesto en entredicho la seguridad económica de sus familias, mientras que en el segundo grupo, con niveles más bajos de precariedad subjetiva, estos porcentajes han sido del 56,9% y el 56,5%, respectivamente”.

Los costes relacionados con la vivienda (41,5% en los primeros, 24,4% en los segundos) y los bajos ingresos laborales (42,2% frente a 16,8%) también suponen desafíos importantes para los que se sienten más precarios en la muestra.

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