A lo largo de mis más de tres décadas en la dirección de centros educativos en varios países, una de las mayores preocupaciones de escuelas y colegios es cómo crear una auténtica cultura organizacional y plantar la semilla de la identificación del docente con el proyecto educativo, de forma que haga suya la visión, misión y filosofía de la institución. De esa forma se crea una necesaria sinergia en todo el equipo de trabajo, que multiplicará la efectividad de los profesores por separado y, además, se evitará la tan temida rotación, que afecta a toda la comunidad, especialmente a los estudiantes, y que derivará en una pérdida reputacional del establecimiento educativo.
Y es que a los habituales problemas que rodean a la práctica docente a nivel mundial – salarios bajos, exceso de burocratización, pérdida de aceptación social, etc – se le suma una alarmante falta de vocación y la visión de la docencia como una salida a la desesperada para aquellos profesionales que no han podido desarrollar otras profesiones dentro de sus áreas de competencia. Una especie de “solución temporal” (o definitiva) mientras encuentran otros puertos laborales que puedan satisfacer sus expectativas personales o profesionales.
La vocación es un elemento indispensable para que se produzca un proceso armónico, natural y humano en la enseñanza. El profesor no es sólo un mero transmisor de conocimientos, sino que su labor es mucho más trascedente, debiendo detectar las necesidades de aprendizaje de sus estudiantes y creando un ambiente propicio para que se produzca una empatía que favorezca la asimilación y comprensión de contenidos.
Pues bien, todos estos elementos combinados han desembocado en un trasiego constante de contrataciones y desvinculaciones de profesores y directivos – insisto, a nivel mundial – que si bien pueden tener una capacidad técnica sobre el papel para poder impartir clases, les falta lo realmente importante: la actitud para ser maestros.
En pleno siglo XXI cualquier persona joven con una mínima preparación y cierto extracto socioeconómico posee un bagaje académico de un razonable nivel. Lo que hace treinta años era anecdótico –maestría, nivel de inglés aceptable, visión global– actualmente es algo que ya poseen muchos de los jóvenes que se encuentran impartiendo –o impartirán– clases en colegios y escuelas de todo el mundo. Y esa es la aptitud que, según la RAE, se puede definir como “Capacidad para operar competentemente en una determinada actividad” o la “Suficiencia o idoneidad para obtener y ejercer un empleo o cargo”. En definitiva, el respaldo técnico para poder realizar una labor. Pero esa aptitud de nada sirve si no la complementamos con la actitud que, siguiendo con la RAE, es la “disposición del ánimo manifestada de algún modo”.
Si bien la aptitud es objetiva y se prueba con respaldos documentales de todo tipo, la actitud es algo que no puede medirse y en la que influyen diferentes variables. Aspectos como las habilidades interpersonales, la inteligencia emocional, la comunicación asertiva, el manejo de conflictos, o las capacidades de expresión y trabajar en equipo, son muchas de las características –englobadas muchas de ellas en lo que se denominan habilidades blandas, soft skills o habilidades en T– que van a marcar la diferencia entre los trabajadores del futuro (y del presente), especialmente en el sector de la educación.
Porque si la aptitud suma en la vida y en una institución educativa, la actitud multiplica y aporta un valor añadido a las organizaciones y equipos de trabajo. Pongamos, por ejemplo, que un determinado colegio busca a una profesora de inglés para 5º de primaria. Para ello se requieren unas determinadas aptitudes mínimas que, bien por ley o bien por las necesidades del centro, se exigen en la oferta de trabajo: licenciatura en filología inglesa, certificación en un determinado nivel de inglés, maestrías varias en áreas de la asignatura o de pedagogía en general, etc. A partir de ahí, el centro recibirá una cantidad ingente de CVs que mostrarán la aptitud de los candidatos. Pero donde realmente se mostrará la aptitud será en las entrevistas personales, donde si la institución se preocupa de estos aspectos, será capaz de detectar la capacidad del aspirante para identificarse con el ideario y el proyecto, además de aquellas habilidades blandas a las que me he referido anteriormente y que supondrán ese aumento del capital humano, generando una ventaja competitiva ganadora frente a otras instituciones. Obviamente si el colegio únicamente se centra en “el profesional está capacitado para dar la asignatura” entraría en un horizonte incierto donde el azar puede jugar en contra, a partir de la contratación de un gran profesional en lo técnico pero que puede abandonar el proyecto a la primera oportunidad o, lo que es peor, crear un mal ambiente de trabajo que sin duda repercutirá a toda la comunidad.
He conocido a muchísimos buenos profesionales en la parte técnica que han fallado de forma estrepitosa en la parte humana, precisamente por tener una actitud negativa. Docentes que han realizado –y siguen realizando– un vía crucis laboral por diferentes colegios sin darse cuenta que el mundo de la educación es grande pero pequeño a la vez, y que aquí nos conocemos todos de una u otra forma. Y es que, en las empresas contratan por aptitudes y despiden por actitudes, y eso en un mundo cada vez más tecnificado y donde se pondrán cada vez más en valor aspectos humanísticos, será de crucial importancia para el éxito de los profesionales, especialmente en el sector educativo.
Por Alfonso F. Algora, Ph.D., consultor educativo internacional, miembro del Consejo Editorial de Éxito Educativo y director ejecutivo Red Iberoamericana de Educación (RIE)