Soy un hablante bilingüe. Sí, lo soy. Debo confesar que llevo soportando esa cruz desde que nací. Lo que me mueve a hacer esta confesión es que, poco antes de que acabara 2023, unos responsables políticos salieron en defensa de la expiación de mi pecado original. Sin embargo, yo no estoy dispuesto a asumir toda la culpa solo por expresar mis opiniones, sentimientos o creencias (y, por qué no, también los de mis alumnos) en más de un idioma.
En todo caso, mi bilingüismo debería achacarse al hecho de que soy gallego. Como en cualquier otra Comunidad Autónoma que cuenta con una lengua cooficial además del español, criarse en ella conlleva una alta probabilidad de hablar y/o de estar escolarizado en, al menos, dos lenguas de instrucción. Y ese fue mi caso desde que comencé los estudios de primaria hasta el último curso de la Educación Secundaria Obligatoria, anteriormente conocida como la EGB (sí, «yo también fui a EGB»).
Más adelante, me propuse hacer una carrera universitaria «overseas«. Para mí, en aquel momento un estudiante de inglés en ciernes, esa palabra significaba literalmente ir más allá de la costa gallega, que en la época de la Hispania romana era considerado el punto más occidental de la Europa conocida. Finis terrae, como lo llamaron los romanos, era el pueblo costero que más adelante pasaría a denominarse Fisterra en gallego. Hoy en día, los peregrinos jacobeos que recorren el llamado Camino Inglés, ya sean propios o extraños, aún siguen refiriéndose al fin del mundo por su topónimo gallego. Y me atrevería a afirmar que todos ellos saben perfectamente qué significa Fisterra, independientemente de los idiomas que hablen o hayan aprendido formalmente. Convendrán conmigo en que, aunque el latín sea una lengua muerta (no así el gallego, hablado por 2,2 millones de personas), ambos topónimos son muy similares en su raíz etimológica. No solo deriva uno del otro, sino que además comparten una forma que se define por sí sola: Finis terrae (lat.) > Fisterra (gal.) = End of the world en inglés.
Como diría John Dewey: “No aprendemos de la experiencia, sino de la reflexión sobre la experiencia”. Así pues, les planteo una serie de preguntas «expiatorias» a partir del ejemplo anterior:
¿Por qué los alumnos no han de querer aprender más sobre los vínculos etimológicos entre las lenguas romances y las germánicas? Es más, ¿no sería más significativo para ellos estudiar la historia del Camino Inglés remontándose a los tiempos en los que los británicos llegaban en barco a Fisterra para emprender su camino hasta Santiago de Compostela? Y si es así, ¿por qué no impartir esta clase en inglés, español y gallego?
Mi segundo pecado capital podría ser no haberme matriculado en la Universidad de Santiago de Compostela. A tan solo una hora por carretera de mi ciudad natal, Santiago me hubiera resultado muy cómoda para regresar a casa de mi madre los fines de semana y así abastecerme de víveres o llevarme la ropa lavada de vuelta a mi residencia universitaria. Pese a lo tentador de la idea, el plan no encajaba del todo en el tipo de experiencia emancipadora que yo anhelaba. En su lugar, me estaba esperando la Universidad de Salamanca.
La ciudad de Salamanca, como ya sabrán, está situada en la Comunidad Autónoma “monolingüe” de Castilla y León. Sin embargo, durante mis años universitarios no hubo un solo día en el que no practicara mi inglés con estudiantes internacionales. En ese momento, mi acuciante morriña (un sentimiento de nostalgia no tan profunda como la saudade portuguesa) hizo que me matriculara de la asignatura de «Historia de la Literatura Gallega» durante el primer año de mi Licenciatura en Filología Inglesa. Recuerdo como si fuera ayer el día en el que un compañero de clase alemán le recriminó al profesor que no podía seguir las clases dictadas en gallego y le sugirió que las impartiera en castellano. En esa época, yo también asistía a clases de alemán para obtener créditos de libre configuración. Durante la acalorada tutoría, profesor y alumno se batieron en un duelo dialéctico en el que cada uno intervenía en alemán y en gallego, alternativamente. Lo anecdótico de la discusión fue que no hizo falta que yo mediara entre ellos, ya que ambos lograron entenderse a pesar de que cada uno tomaba la réplica en su idioma materno.
También he de admitir que mi tercer pecado capital fue faltar a clase asiduamente. Sí, mamá, debería haber seguido el plan A y haber ido a la Universidad en Santiago de Compostela. Lejos de arrepentirme de ello, agradezco a “Caballerizas” (el «Cheers» salmantino) haberme dado la oportunidad de probar el mejor pincho de tortilla en toda la ciudad al tiempo que perfeccionaba mi inglés. Allí, además, pude participar de numerosos tándems, otra hermosa palabra latina con tilde en castellano que todavía pervive en el léxico de muchas lenguas “modernas”. Y con el tiempo, mi inglés comenzó a florecer. Cuantos más pinchos comía, mi inglés ganaba en fluidez y, para serles sincero, menos tiempo dedicaba al estudio formal de mi carrera. En defensa propia, y para compensar mi absentismo, he de reconocer que aprendí mucho sobre el origen de aquel rústico establecimiento, antiguamente utilizado como las caballerizas del Palacio de Anaya.
Unos años más tarde, me gradué de la universidad habiendo adquirido un amplio conocimiento no sólo sobre el origen de la palabra «overseas«, sino también de personas que venían a Salamanca desde “allende los mares” para aprender o enseñar español, inglés, gallego, alemán, portugués y muchos otros idiomas y culturas.
El monolingüismo no va a garantizar una adquisición más efectiva de contenidos curriculares en programas escolares bilingües siguiendo un enfoque AICLE (Aprendizaje Integrado de Contenidos y Lenguas). Volver a un modelo monolingüe -y hacerlo sin evidencia científica que lo avale- es como confesar a Dios que lo que ha estado funcionando bien para muchos estudiantes y profesores durante los últimos 20 años es un pecado original que necesita ser expiado. Los estudiantes, como cualquiera de nosotros hoy en día, participan en prácticas sociales plurilingües y pluriculturales en las que están presentes múltiples idiomas, los cuales ayudan a tender puentes entre culturas y sociedades, incluso dentro de un mismo país, gracias al trasvase positivo de conocimientos lingüísticos y no lingüísticos entre lenguas clásicas y modernas, ya sean estas maternas o adicionales.
Por Antonio Ramos Álvarez, coordinador de estudios bilingües del IES Gregorio Marañón.