La principal razón esgrimida por muchos padres y madres para elegir el centro escolar de sus hijos/as es la seguridad / convivencia. Es decir: una buena convivencia, un espacio en el que los/as menores estén seguros, protegidos. Y parece razonable.
Otros motivos, legítimos, como el anterior, también son relevantes: distancia hasta el centro, proyecto educativo, los posibles de la familia, etc. Empero, existe una sutil pero relevante diferencia entre estos indicadores: la posibilidad de cuantificarlos “objetivamente”.
Es tiempo de métricas, qué duda cabe. Big data, smalldata, PISA, y un sinfín de acrónimos o tecnicismos cuantificadores envuelven nuestra vida. Y, entre tanta cuantificación, la vida: las personas no siempre atendemos a motivos objetivos para elegir un bien de consumo u otro. Porque sentimos. Tenemos emociones. Las expresamos. Están detrás de muchos de nuestros actos.
La cuantificación de la “seguridad”, en contraposición con “la distancia al centro escolar”, por ejemplo, es un buen ejemplo. ¿Cuándo es un centro muy seguro? ¿Cuándo poco seguro? Es evidente que un centro a setenta kilómetros de casa está, objetivamente, más lejos que un centro a setecientos metros. Pero, ¿es más seguro para nuestros hijos e hijas un centro sin ningún caso documentado de acoso escolar (centro A) que otro con dos por año (centro B)?
La respuesta, emocional, por supuesto, es sí.
¿Seguro?
Vuelva el lector a pensar, antes de re-pensar la respuesta, en las métricas.
Es bien cierto que dos es más que cero. Pero también pueden ser ciertos algunos supuestos accesorios que podrían determinar que nuestros/as hijos/as acabaran yendo al centro B. ¿Cómo? ¿Es eso posible? ¿Acaso somos los padres y madres seres irracionales?
Observamos en los medios de comunicación que en el centro B ha habido dos casos de acoso escolar, y automáticamente se generan diferentes emociones en nosotros. Rabia, impotencia, ansiedad, desesperanza… Y, si nos imaginamos que nuestros peques acuden a ese centro, la emoción negativa se exacerba. ¡Qué sinvivir! Detalles sobre los menores víctimas, sobre los menores victimarios, sobre sus familias, sobre el centro, sobre qué se hizo y qué no se hizo, sobredimensionan nuestras emociones.
Parece lógico, por tanto, huir del centro B.
Mas, pese a esto, la aparición de posibles casos de acoso no es sinónimo de la existencia de dichos casos. Ante un posible caso, se abre el expediente correspondiente y se comunica. Quizá fuera este el caso. Quizá no se trate de dos casos de acoso, sino de dos expedientes abiertos que han sido cerrados, afortunadamente, porque se trataba de otros problemas de convivencia.
¿Cabría la posibilidad de que el centro A no hubiera abierto ningún expediente y, por tanto, tampoco lo hubiera comunicado, ante un problema similar de convivencia? Pudiera ser, por supuesto. Y, cómo no, este hecho no trasciende a los medios. Lo cual no quiere decir que no exista ningún caso, y que ese problema de convivencia no fuese una situación de acoso.
El acoso es infrecuente y normal, estadísticamente. Pero es grave. Un caso es suficiente para abordar el problema. Pero hay que conocer cómo detectarlo, cómo intervenir, cómo prevenir.
En igualdad de condiciones “objetivas” (proyecto educativo, distancia a nuestra vivienda, precio, etc.) entre los centros A y B, lo que deberíamos preguntarnos antes de elegir no es cuán seguro/a estará nuestro/a hijo/a en él, ya que la respuesta puede estar altamente influenciada por la emoción generada al leer en prensa que ha habido dos posibles casos de acoso.
Antes bien, deberíamos huir del sentido común y preguntarnos cuestiones como las siguientes: ¿tiene el centro datos sobre cuántos problemas de convivencia tiene al año? ¿Sobre su naturaleza? ¿Sobre su resolución? ¿Sabe el centro si aumenta o disminuye el problema? ¿Funcionan las medidas tomadas para prevenir (cuánto había antes, cuánto ahora)? ¿Es eficaz el sistema de sanciones?
En definitiva, métricas. Porque sólo lo que se mide se puede comparar y, cómo no, únicamente con datos podemos generar indicadores. Sí, también de seguridad. Objetiva y subjetiva.
A modo de ejemplo conclusivo, cerraré esta opinión con qué sabemos acerca del programa “El susto imborrable”; dicho programa fue ideado como mecanismo de prevención para evitar que jóvenes y niños con problemas de conducta antisocial acabaran cayendo en la delincuencia. A tales efectos, se les llevaba a prisiones para que los presos más violentos y graves les informaran de “lo mal” que estaban dentro de prisión a consecuencia de sus “terribles” actos.
El sentido común, que guiaba esta iniciativa, indicaba que así los jóvenes no delinquirían, porque quién querría estar como esos delincuentes presos.
Los científicos sociales midieron el efecto del programa. Es decir, se preguntaron si llevar a los menores a la cárcel y enseñarles cómo estaban los delincuentes y lo dura que era su vida en prisión funcionaba para prevenir la delincuencia. Para ello, compararon grupos de chicos y chicas que participaban en el programa con otros jóvenes de similares características que no participaban (no se hacía nada), y también con grupos similares que estaban sujetos a otros programas de naturaleza distinta, basados en técnicas de estilos de afrontamiento, gestión de emociones o de enseñanza de hábitos saludables, entre otros.
La conclusión a la que llegaron fue que el programa “El susto imborrable” aumentaba la delincuencia. Es decir: los chicos que acudían a ese programa caían en la delincuencia más que los que no participaban en nada. Y más del doble que los tratados con otras técnicas. En el mejor de los casos, el programa no tenía ningún efecto: no disminuía la delincuencia, pero al menos, tampoco la aumentaba. En el mejor de los casos.
Esto se descubrió gracias a las métricas y a la preocupación genuina por conocer si lo que hacemos con nuestros menores tiene algún efecto. Si medimos cuánto aprenden (de mejor o peor manera), por qué no medir cuánto conseguimos evitar problemas de acoso u otros problemas de convivencia.
Y por qué no medir cómo funciona
Sabemos cómo hacerlo y sabemos cómo ayudar a los centros escolares, porque somos deudores de tanta y tan buena investigación en el campo de la prevención y la intervención. Quizá, sólo quizá, deberíamos huir de la emoción para tomar decisiones más objetivas. El sentido común, en ocasiones, es contraproducente. Pero sólo podremos afirmar esto con datos. ¿Los estamos generando? ¿Los estamos comparando?
Los padres y madres no son los destinatarios del éxito educativo, reglado y no reglado, sino agentes coproductores de éste. En nuestras manos está ayudarles a conocer cómo ser más eficaces. Porque el éxito reside en que nuestro alumnado esté y se sienta seguro, aprenda y conviva en un entorno adecuado. Y, también, en que los padres y madres tengan emociones positivas cuando confían en nosotros para educar a sus hijos junto a ellos/as.
Pedro Campoy Torrente, experto en convivencia escolar y director técnico de School Safety.