Vengo dándole vueltas desde hace un par de años al concepto del profesor como líder de una comunidad. En la sociedad actual, tan líquida en sus principios, como diría Zigmunt Bautman, tan inmediata y necesitada de una mayor capacidad de atención, la sabiduría es un valor a la baja frente a la especulación, la demagogia y la corrección política. Aprender cuesta, al igual que hacer ejercicio y trabajar. No es fácil, muchas veces no es divertido. Si no fuera obligatorio o respondiera a un bien superior, la mayoría no lo haría.
Como decía, ante las sociedades líquidas, a veces, casi vaporosas, hay conceptos que han tenido la astucia de mostrarse como sólidos. Puntos de referencia cuando la brújula está estropeada en el océano del desconcierto. Es el caso de las religiones que, como avanzó Kepel, han vuelto para convertirse en un factor político de primer orden desde los años 70 gracias a ese esfuerzo. La educación no ha tomado el camino de la solidez, cuando debería ser una institución repleta de certidumbres. Se cuestiona que aprender sirva para prosperar. Se desmonta el valor del concepto en favor del procedimiento (hasta de la infraestructura), aunque el otro no tenga sentido sin el uno. Se cuestiona la excelencia y el mérito para promover un estado de mediocridad acrítica.
Y se desconfía del profesor. El docente ha perdido el aura de respeto que atesoraba, al poner al mismo nivel su credibilidad profesional con la de los alumnos, al entregar muchos padres a su recaudo la educación de sus vástagos (que debería venir cocinada, en buena parte, desde casa), al hacer que claustros no siempre formados, objetivos, ni bienintencionados tengan mando en plaza sobre la cátedra de cada profesor en su aula.
El profesor es una figura de autoridad, como los padres o los jefes. Y la autoridad se ejerce de forma autoritaria porque está ejecutando un mandato de la comunidad: el de la necesidad de educación. No está para ser el amigo de los alumnos, sino para sacar lo mejor de ellos. Eso no lo convierte en un ser sin sentimientos, pero en ningún trabajo estos pueden interferir en el servicio que uno presta. Decía Scott Card que el mejor maestro es el que te muestra tus puntos débiles para que los fortalezcas. Eso son competencias clave e inteligencias múltiples.
Rendirse antes de luchar
Es una dialéctica confrontacional que no tiene nada de malo y que es efectiva. La sabiduría es un campo de batalla que la sociedad española está perdiendo frente a otros países que, machaconamente, nos muestran su superioridad en todos los rankings internacionales, a base de disciplina en la educación. Lo sé, hablar de disciplina es, en muchos círculos, sacar los pies del tiesto, pero, quizás, prefiero ser anticuado en todo esto. Siempre me ha fascinado el nivel de autoridad que tiene sobre los discípulos el artista marcial o el entrenador deportivo, poniendo la dialéctica del esfuerzo y el perfeccionismo por delante de las emociones en gran cantidad de casos.
Pues la educación, al menos desde Secundaria, no consiste en ser feliz, sino en conseguir una serie de objetivos; si se hace felizmente, mejor, pero esa no es una condición ‘sine qua non’.
En estos ámbitos que comentaba, el alumno suele sentir respeto, si no reverencia por el maestro, sin cuestionar la rigidez de los planteamientos, ni la jerarquía superior del que sabe. Algo de lo que carece el docente, a pesar de que este no tiene la potencialidad de la violencia física o de la exclusión de la convocatoria que atesoran los anteriores. En las aulas españolas se persigue a la figura de sabiduría, se la señala, se la aparta.
A colación de lo que comento, hace unos días comencé a explicar a una de mis clases de cuarto de la ESO la primera guerra mundial. La introducción que hice sobre los acuerdos bismarckianos hizo que una alumna guardase su cuaderno y hundiera su cara entre sus brazos cruzados. Cuando le pregunté en privado y a final de clase qué ocurría, me dijo que no se veía capaz de superar el curso. Que era demasiado difícil. Se había rendido antes de empezar a luchar. Le dije que no se lo permitía, pues podía intentarlo y podía perder, o no intentarlo y había perdido.
Directamente, eso me recordó a ‘El arte de la guerra’ (a saber: «Un ejército victorioso gana primero y entabla la batalla después; un ejército derrotado, lucha primero e intenta obtener la victoria después»), del supuesto general chino Sun Tzu (escrito entre el final del período de la ‘Primavera y el Otoño’, según la periodización que hace Confucio en sus ‘Anales’, y el principio del período de los reinos combatientes -aproximadamente, el siglo VI a.C.-), y reflexioné si, al igual que en el mundo de los negocios, podría trasladarse este tratado de estrategia a la educación.
Me dieron que pensar algunas píldoras (no todas, pues el arte del engaño en educación no es un valor demasiado recomendable que promover entre el alumnado, a mi juicio) que, sin duda, habría que desarrollar en mayor medida, pero que pueden ser útiles. Un sistema jerárquico, sin cuestionamiento de la superioridad del profesor (salvo comportamientos graves), permite que este general docente, como servidor de su pueblo (sus alumnos, a los que ha de tratar como a sus hijos), aliente en sus bisoños ‘soldados’ estudiantes el espíritu por mejorarse a sí mismos a base de organización, valentía, claridad, justicia e ímpetu.
Pulir las rocas
El docente debe ser firme, ortodoxo y heterodoxo (por eso es un cáncer pedagógico imponer agendas u hojas de ruta demasiado rígidas a los profesionales de la educación, como son la montaña de burocracia, la excesiva normatividad o la sobrecarga de contenidos y responsabilidades). Debe haber subido a la montaña para dirigir a sus tropas, pero también haber retirado la escalera de ascenso para que los soldados le sigan confiados a su liderazgo.
Esas cualidades hacen posible encomendar a sus estudiantes deberes y responsabilidades, recompensas y castigos, y demostrarles que todos son útiles. Les debe impulsar a ser rocas que se redondeen a base de rodar por los campos llenos de problemas que se les ponen por el camino, aunque en sus primeros movimientos estén llenos de aristas que sea necesario pulir. Inculcar que su mente sea adaptable, como el agua, a cualquier recipiente y pueda fluir con fuerza antes la presiones y los desafíos que les esperan. No debe darles la oportunidad de escapar de su responsabilidad (el ir al colegio a esforzarse en aprender), pues eso les hace luchar hasta el final, estar vigilantes sin ser estimulados, alistarse en proyectos sin ser llamados a filas, ser amistosos sin promesas y confiables sin necesidad de dar órdenes.
La disciplina erradica la arrogancia y permite una dirección civilizada. Les hace capaces de percibir su fuerza o energía acumulada (el alumno es potencialidad continua). Discernir cuándo luchar y no tomar a la ligera el objeto contra el que lo hacen. Entender que el beneficio y el sufrimiento son interdependientes. Dominar cómo ganar, no por suerte o casualidad, sino por saber colocarse en la posición adecuada en el terreno en que se mueven para conseguir sus objetivos. Entender que el aprobado no tiene que ser una empresa épica, sin menoscabo de que el aprendizaje puede ser emocionante. Conocer el terreno de su tarea, calibrarlo, medirlo, valorarlo, calcularlo y compararlo. En resumen, ser invencibles porque se conocen a sí mismos (alcanzan la percepción de su fuerza) y conocen el enemigo que les aguarda. Todas estas enseñanzas generan un sentimiento subterráneo de aprecio y confianza que anuda los corazones de los soldados estudiantes con el mando docente. Puro aprender a aprender.
En otro capítulo, les contaré, estimados lectores, si conseguí que mi querida soldado venciera en su batalla.